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lunes, 12 de noviembre de 2012

DON SEVERO... ( Pétalos de Sangre...)





Varios son los personajes que dan vida a esta novela; entre ellos se encuentra don Severo, un sacerdote que pone en jaque a la oligarquía local con las intromisiones y aires de superioridad que dan el saberse en poder de asuntillos que competen en la vida privada de los que se piensan nacionales... También es un fiel luchador en contra de la Falange; su ayuda se hace imprescindible para los que quieren abandonar el país con destino a las américas. Don Severo, el cura de Sepúlveda...

-¡ Don Severo...!- dijo Salvador, el sacristán.- En la iglesia, esta vez ha sido en la iglesia...-
Salvador, el sacristán, por naturaleza era de lengua trabada y hablaba a trompicones, pero, cuando cantaba en el coro, cuando se oficiaba la misa, su voz sonaba hueca y armoniosa. Relató al cura cómo se había enterado en la casa de bebidas de "Paco el bizco", de alguien que había hablado, entre los vapores del vino, que en el San  Antonio habían encerrado personas para ser fusiladas.
- Vuelve a tu casa y que nadie te vea en la calle a esta hora...- Ordenó el cura.
No hizo falta que Salvador, el sacristán, dijera dónde había recibido la noticia; por todos era conocida la debilidad, después del clero, que el hombre sentía por las mujeres. Lo extraño era que a sus cuarenta y cinco años aún seguía soltero; hubo, incluso, quien le tildó de afeminado, pero entre las beatas que revoloteaban en torno a su persona sabían que no era cierto.
Ambos, cura y sacristán, y por caminos diferentes, salieron a la calle. Don Severo sabía que su subordinado, que no se le conocía ocupación ninguna además de la eclesiástica, no volvería a su casa hasta bien entrada la mañana. Por ese motivo pensó " que Dios le perdone...", y emprendió el camino hacia la parroquia donde él era máxima autoridad " después de Dios, claro está...", había pensado muchas veces cuando presumía de regentar la iglesia más bonita del universo: la iglesia San Antonio.
Por ese motivo no podía permitir, ni aún en tiempos de conflictos, que nadie osara utilizar la casa de Dios como cárcel para prisioneros de guerra. La tos áspera y seca no dejaba llegar el aire a los pulmones; tampoco, aunque por una vez pareció importarle, el humo del cigarro que pendía de su boca.
- ¡ Los muertos del tabaco...!- Exclamó tirando al suelo el humeante cigarro.
Arrependido por la imprecación, audaz e incoherente, se persignó mirando al cielo con aire de arrepentimiento...