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viernes, 6 de noviembre de 2015

PÈTALOS DE SANGRE (Capìtulo IV )


 Capìtulo IV.





Don Severo estaba en lo cierto Serafín “Bocanegra” no confesaba, tampoco él le daba la comunión, sus pecados. Pero sí había quien los confesaba, y él sabía quién era y de quién se trataba. Eran conocidos en el pueblo- aunque nunca se dijo nada por miedo al pelotón- los amoríos entre él y doña Leonor, viuda de Coronel e íntima amiga de su esposa. Ella, hembra de buen ver, le hacía favores clandestinos. Él, que tenía plenos poderes sobre el legado que su suegro dejó en herencia a su mujer, contribuía a la aportación monetaria, debido a la ruinosa administración que su marido había dejado en sus tierras al morir, que le reclamaban los bancos. El sabía que tarde o temprano la finca sería suya.
 -Si quiere entrar, déjale paso. Pero que no salga de ahí hasta el amanecer. Si sale, le matas. Esa niña no debe ser vista por nadie…- ordenó el falangista a sus compañeros que le obedecían ciegamente.

 Don Severo, el cura, ganó nuevamente la partida. A él le respetaban la vida y era evidente que no tenía más remedio que rezar con quien estuviese dentro de la casa de Dios, y compartir con ella los últimos momentos de su vida.

 La revolución fascista se hacía dueña del país. Madrid caería tarde o temprano. La segunda República tenía sus días contados. La Iglesia se había aliado con los golpistas; pero él no estaba, de ninguna manera, de acuerdo con sus superiores. No entendía de política, ni maldita la falta que le hacía. El intentaba, por todos los medios que tenía a su alcance, evitar que se ejecutasen más inocentes; pero sus armas de lucha eran la oración y el ruego a Dios Misericordioso. Mas aquel dios al que tanto imploraba, parecía no escucharle.

 La luz del farol se había extinguido. De un bolsillo extrajo la mecha de un mechero comprendiendo que con ella le era imposible llevar a cabo sus intenciones. Un soldado se prestó a ayudarle; el hombre le acercó una rama diminuta ardiendo y le prendió la luz. Los congregados hicieron paso para que el cura entrase en la iglesia. El viejo reloj, con sus lúgubres tañidos, daba las dos de la madrugada. 
        

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