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lunes, 16 de noviembre de 2015

PÈTALOS DE SANGRE. VI






Capìtulo VI

La voz fue acompañada de unas huecas y acompasadas palmas. Al término de la canción volvió a beber de la botella con ansia desmesurada. Cerró los ojos, y de ellos resbalaron dos gruesas lágrimas.

Jerez de la Frontera. Abril 1930.
Dolores Flores Heredia nació en Jerez, gitana por sus cuatro costados, donde todos le llamaban la niña “Dolorita”. Los gitanos de Jerez les habían vuelto la espalda merced al único pecado que cometió en su vida: enamorarse de un payo. Se había enamorado de otro hombre cuando ya era señora, y abandonó al gitano que sus padres tuvieron a bien entregársela por esposa. “Que ningún gitano de Jerez se hable con la niña “Dolorita…”La frase corrió de boca en boca entre los cales, y ella se vio postergada, y con ella su hija, al ostracismo. Al olvido más denigrante que pudiera sufrir ser humano.

 Dolorita se había enamorado locamente de un payo. No era un payo cualquiera. Juan Álvarez, era su nombre, tenía dinero, y no era el vil metal lo que le hizo perder la cabeza por él. Su humildad, su carácter afable, el saber tratar a todos por igual, a pesar de su posición, sin sentirse superior a nadie. Además era correspondida con una pasión sin límites.
Cuando la conoció, Dolores era soltera; ella cantaba en una fiesta flamenca a la que él acudió como invitado. “Esa niña canta como los ángeles…” había comentado Juan Álvarez quedando prendado de la hermosura de la muchacha. El destino les hizo coincidir nuevamente, y esta vez fue ella quién clavó sus ojos en las azules pupilas de él.
 Fue en un casino. Su padre la había llevado a cantar para ganar algunos céntimos. Su sorpresa no tuvo límites cuando, al pasar la gorra, Juan Álvarez depositó una moneda de plata. Aquél muchacho de ojos azules y pelo recogido en coleta dejó prendada a la niña. Su padre la obligó a dar las gracias a tan bondadoso caballero.
-Muchas gracias señor… Que Dios le colme de bienes.- Dijo “Dolorita” en señal de agradecimiento.
 Juan Álvarez sólo tuvo ojos para aquella mirada que le embrujaba.

Pasaron los días y una desazón incomprensible se adueñó del muchacho. Sabía a ciencia cierta que se había enamorado. Indagó sobre su paradero y merodeó por el entorno durante varios días, desesperado, queriendo verla. Un atardecer preguntó cuál era su casa; los gitanos que vivían en el barrio extrañaban la presencia del muchacho. Montado en un hermoso corcel, vestido como un señorito, bajó del animal en le puerta indicada.
 -¡Manuel…Manuel…!-llamó en voz alta.
 Un gitano, desconfiado y malhumorado, se asomó a la ventana. Un gesto de sorpresa se dibujó en su rostro al ver a la persona que pronunciaba su nombre. Por su atuendo se podía deducir que el visitante era gente de dinero, bien que escaseaba en su casa, pero él no le conocía y para más inri era payo. Cuando salió a su encuentro recordó al hombre que le había echado la moneda de plata en la gorra.
 -¿ Usted me conoce? ¿A qué ha venido a mi casa…? preguntó receloso.
Juan Álvarez miraba en todas las direcciones esperando ver a la muchacha. Sus miradas resultaron infructuosas, Dolores no salió de la casa. Tragó saliva. Se sabía observado por varios gitanos que se habían congregado, por si acaso, y miró a Manuel de frente; no podía decir la verdad y por ese motivo inventó su artimaña.
 -Manuel he venido a invitarles, a usted y a su hija, a beber vino y que ella cante para mi. Puedo pagarle ahora mismo, lo que me pida, quiero oír cantar a esa niña.- Mintió sacando la cartera de un bolsillo de la chaqueta.
 -Mi “Dolorita” canta cuando yo quiero. Usted no tiene dineros para permitirse ese lujo… ¡Váyase por donde ha venido y no vuelva…! respondió dando media vuelta y cerrando la puerta a sus espaldas.
Estaba claro que Manuel, el gitano, no quería nada con los payos; su actitud dejaba fuera de toda duda sus sentimientos hacia los que no eran de su raza.
Juan Álvarez miró detenidamente a todos los que se habían congregado en torno a su persona. Gente andrajosa y sucia, niños descalzos, mujeres embarazadas y viejas desgreñadas y canosas. Puso un pie en el estribo y subió al caballo, un hermoso corcel negro azabache, y desde la altura que el animal le proporcionaba fue regalando céntimos entre los asistentes. La chiquillería, exultante de contento, corría tras la bestia dando gracias al visitante.

 Juan Álvarez decidió, para estar en contacto con los gitanos, frecuentar todos los lugares donde se reunían. Así alimentaba la esperanza de poder ver de nuevo aquellos ojos que eran los causantes de sus desvelos. Fue acogido con los brazos abiertos entre los cales, y entre ellos fue uno más e hizo infinidad de amigos. Se abría al diálogo, siempre disponible para prestar su ayuda, monetaria o moral, a quien la necesitase. En el barrio era muy conocido; uno más con la distinción que da el dinero, y todos le llamaban don Juan Álvarez.
 Pasaban los días y con ellos las semanas. Dolores no daba señales de vida. Como si la hubiese tragado la tierra. La impaciencia hacía estragos en la existencia del muchacho. A veces bebía demasiado montando monumentales broncas venidas a razón cuando desaparecían los vapores del vino.
 Un buen día un amigo le invitó a la boda de su hijo. Juan aceptó encantado, pensando, porque no había perdido la esperanza, que allí podría volver a encontrarse con “Dolorita”. Acudió a la cita a la hora y al lugar indicado. Allí se celebraría una boda flamenca y gitana. Entró al recinto, guitarras y cantes, siendo saludado por muchos conocidos. Su amigo, el padre del novio, le salió al encuentro con un vaso de vino en la mano. Juan Álvarez degustó el agradable contenido del vaso con deleite y elegancia. Acto seguido el gitano decidió hacer presentación de los contrayentes. Su sorpresa no tuvo precedentes. Juan Álvarez quedó blanco como la cera: “Dolorita” se había convertido en la esposa del hijo de su amigo. Éste, el hijo, era un joven muy delgado, varios años más joven que él, agraciado de cara donde destacaban dos hoyuelos al sonreír. Sorprendido, pensó que ella era mucha mujer para aquél niño. Dolores bajó al suelo su mirada al ver al payo que tanto le gustaba. La presentación fue efímera. Juan regaló a los novios varias monedas de plata. La concurrencia requería su presencia con escandalosos vítores y acompasados aplausos, a ella para el cante y a él para el baile, para seguir la fiesta. Esta vez, Juan Álvarez, se sumergió en el tono cálido y sentimental que imprimía la niña a su voz.

“Tus ojos me están matando,
y a ti los míos.
Déjalos para otra
que es tarde…
Pero tus ojos, gitano,
me quitan el sentío…”




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