PÈTALOS DE SANGRE.
Capìtulo I
Ubrique. Octubre de 1936..
El golpeteo de unos zapatos sobre las piedras de la calle se oían cada vez más cercanos. Una negra silueta se recortaba, gracias a la luz que llevaba, sobre las encaladas fachadas que componían la calle. Una figura encorvada, de andares presurosos; sus perfiles eran los de una persona de avanzada edad. La luz del farol alumbraba el camino que torpemente sopesaba. Hizo un alto en el mismo, alzando al cielo su mirada, respirando con resignación y certificando que aún estaba lejos el alba. La noche, oscura y quieta, dejaba ver en la ancha bóveda del cielo las estrellas allí colgadas. El cielo ancho e inmenso, morada de Dios Misericordioso, salpicado por un moteado de resplandecientes y diminutas estrellas, extendía su mano de misericordia y amor sobre la tierra. La luz hizo brillar la botonadura, larga y consonante, de una negra sotana. De uno de sus bolsillos, el sacerdote, sacó un cigarrillo que mordió con rabia incontrolada. Lo encendió con la lumbre que iluminaba sus pasos inhalando una copiosa bocanada de humo. Reanudó sus pasos, esta vez con más brío, tosiendo por la intensa humareda que manaba de cigarro. Llevaba la luminiscencia en su mano diestra que se balanceaba incesante. Los ojos de un gato brillaron en la oscuridad, y al oír el tropel acelerado del cura se dio a la fuga. Una ventana se cerró despacio, delatándose por el ruido de la tranca; alguien que no dormía, o se había despertado por el rumor de los pasos sobre las piedras. El intruso curioseaba para saber quién era el valiente que había salido a esa hora. Sorprendido en su debilidad, convencido de la valentía del sacerdote, cerró la ventana con torpe sigilo. La calle dio salida a una empinada perspectiva, oscura, de una pronunciada cuesta. Resoplando, cigarro en mano, subía encorvado con el cuerpo hacia adelante. Un golpe de tos seca acompañaba al descompasado andar, que iba intensificando presuroso y torpe. El gesto de su cara, desvaídos sus rasgos en la intensa oscuridad, evidenciaba una desmesurada preocupación. Al llegar al final, sin resuello, volvió a mirar al cielo, y en sus ojos se reflejó una mirada de súplica hacia el Altísimo.
-¡Dios mío… - Exclamó.
La noticia había corrido como la pólvora; era evidente que todo el pueblo lo sabía. Él se encontraba en la cama cuando, sin esperarlo, llamaron a la puerta.
La asistenta, mujer entrada en años, le despertó. El sacristán le esperaba para darle una noticia. El cura se levantó con la mente entre tinieblas había sido despertado en su primer sueño, pensando que qué tripa se le había roto. Cuando comprobó lo tarde de la hora se vistió con rapidez, y bajó las escaleras temiendo una nueva desgracia.
-¡Don Severo…! – dijo Salvador el sacristán.- En la iglesia, esta vez ha sido en la iglesia…
Salvador, el sacristán, por naturaleza era de lengua trabada y hablaba a trompicones, pero, cuando cantaba en el coro, cuando se oficiaba la misa, su voz sonaba hueca y armoniosa. Relató al cura cómo se había enterado en la casa de bebidas de Paco, “El bizco”, de alguien que había hablado, entre los vapores del vino, que en el San Antonio habían encerrado personas para ser fusiladas.
-Vuelve a tu casa, y que nadie te vea en la calle a esta hora…- ordenó el cura.
No hizo falta que Salvador, el sacristán, dijera dónde había recibido la noticia; por todos era conocida la debilidad, después del clero, que el hombre sentía por las mujeres. Lo extraño era que a sus cuarenta y cinco años aún seguía soltero; incluso hubo quien le tildaba de afeminado. Pero entre las beatas que revoloteaban en torno a su persona sabían que no era cierto. Ambos, cura y sacristán, y por caminos diferentes, salieron a la calle. Don Severo sabía que su subordinado, que no se le conocía ocupación diurna además de la eclesiástica, no volvería a su casa hasta bien entrada la mañana. Por ese motivo pensó: “que Dios le perdone…”, y emprendió el camino hacia la parroquia donde él era máxima autoridad, “después de Dios, claro está… “Había pensado algunas veces cuando presumía de regentar la iglesia más bonita del universo: la iglesia San Antonio. Por ese motivo no podía permitir, ni aún en tiempos de conflictos, que nadie osara utilizar la casa de Dios como cárcel para prisioneros de guerra.
La tos, áspera y seca, no dejaba llegar el aire a los pulmones; tampoco, aunque por una vez pareció importarle, el humo del cigarro que pendía de su boca.
- ¡Los muertos del tabaco…! – Exclamó tirando al suelo el humeante cigarro.
Arrepentido por la imprecación, audaz e incoherente, se persignó mirando al cielo con aire de arrepentimiento.
Los años pasaban para todos, eso lo sabía él, y a su edad no era conveniente hacer esfuerzos que pudieran dañarle la salud. Al término de la calle, avistando la Iglesia, decidió sobreponerse con un efímero descanso, recostándose sobre una de las paredes de una vetusta casa. Desde allí pudo divisar la fluorescencia de una fogata que había encendida a unos pasos de la iglesia. La sombra de tres hombres bailaban, reflejadas por las llamas, sobre la pared que les resguardaba la espalda; los tres hombres, fusil en mano, llevaban atuendos de similares características: el uniforme de la Falange Española.
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