Capìtulo III
La alusión tomó forma: “Bocanegra” con el rostro descompuesto, fuera de sí, se acercó cogiendo de la sotana al cura.
El tiempo había pasado.“Bocanegra” se convirtió en la cabeza pensante entre los terratenientes fieles a la revolución, en el mando de la Falange del grupo oligárquico que gobernaba en el pueblo.
-¡Quiero entrar en mi iglesia…! – dijo burlón el cura arrastrando las sílabas.
-¡En la iglesia no entra ni Dios…! – respondió el gallito.
Era evidente que aquel mocoso quería presentar batalla; se sentía herido por el calificativo despectivo que le había prodigado el cura. Éste dejó que las aguas volvieran a su cauce. Se acercó al fuego volviéndoles la espalda y extendió sus manos hacia la lumbre que las calentaba.
Un miembro del trío que componían el cuerpo de guardia pasó junto al odiado cura, desapareciendo en la envolvente oscuridad de la noche. Bien sabía don Severo al lugar donde se dirigía. Serafín “Bocanegra” estaría frente a él en pocos minutos.
Don Severo había ayudado a huir a muchas criaturas, inocentes perseguidos por los golpistas, que gracias a su apoyo habían cruzado los mares hacia un futuro mejor en algún país de las Américas. Pero lo de esta noche no tenía precedente; ¿Cómo se les ocurría mantener presos en la iglesia…? Él estaba dispuesto a no consentir atropellos en la casa de Dios.
Serafín “Bocanegra” estaba a punto de llegar; sus voces se oían en la oscuridad, y un tropel de botas, semejante a una manada de caballos, se escuchaba cuando chocaban con las piedras de la calle. El fascista había sido interrumpido en su descanso. Violentamente recorría la calle, furioso sin límites, dispuesto a pegarle un tiro al cura. Él, por su privilegiado mando en la oligarquía local, no admitía ni daba contemplaciones a nada ni a nadie. Su palabra era ley. El miliciano se había presentado aporreando la puerta, despertando a todo durmiente para hacerle llegar, por boca de su criado, la noticia de una nueva intromisión de don Severo. El despertado se vistió blasfemando ruidosas imprecaciones.
-¡Le voy a dar un tiro a ese hijo de puta…! – exclamaba rojo de ira.
Y con esa idea, pistola en mano, salió de la casa.
En mitad de la calle se reunió con varios asociados de Falange que, a su vez, también recibieron recado.
Serafín “Bocanegra” se acercó al sacerdote con pasos de gigante, furioso, escupiendo palabras incoherentes, dio ordenes a todos los congregados -don Severo le daba la espalda junto a la lumbre- ordenando irrebatible e inapelable. Se acercó al cura y a medida que recorría la efímera distancia que les separaba su voz bajaba de tono y su verborrea se convertía en un tenue susurro.
-¿Cuantas veces tengo que decirle que no se entrometa en los asuntos nacionales?- Preguntó con una sonrisa déspota y a media voz.
Don Severo, aquel viejecillo huesudo y endeble, parecía indiferente -indolencia que da la seguridad de saberse con ventajas sobre la persona que le hablaba- y era evidente que don Severo, el cura, le tenía tomada la medida.
-¿No me ha oído…?- el tono de voz subió un punto.
-Yo sólo recibo ordenes de mi Iglesia, de Dios y de mi conciencia…- contestó sin sentirse aludido.
El clérigo se rascó la cabeza, desprovista de pelo, desplazando unos centímetros la negra boina que la cubría. Quería buscar una explicación que, en cierto modo, se le debía, de lo que estaba aconteciendo en su iglesia.
-¿Son asuntos nacionales encerrar personas en la casa de Dios…? ¿Desde cuándo?- reflexionó en voz alta eludiendo al fascista.
- Si no llevara usted este trapo estaría criando malvas…La Iglesia la mantiene el pueblo, y yo en primer lugar.- se volvió mirando a los presentes al decir estas palabras. - Y la persona que está ahí dentro no saldrá hasta el amanecer…-.
- Le recuerdo que la fortuna de la que tanto presume no es suya: es de su esposa. Y, por si no lo sabe, aunque usted no confiese sus pecados ante Dios Todopoderoso, hay cierta persona que sí los confiesa. Pero los pecados son un secreto en la casa de Dios, y en ella deben quedar…- concluyó don Severo con beatitud estudiada.
El sarcasmo con el que el cura pronunció sus palabras no pasó desapercibido para ninguno de los presentes.
- Es usted un rojo de mierda, don Severo. Recuerde cuanto le he dicho. Y procure, aunque es usted un viejo, no quitarse la sotana. Podría tener un lamentable y desgraciado accidente…- sentenció.
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