Capìtulo II
La primavera, colorida y lluviosa, había dado paso a un caluroso y sangriento verano. La guerra avanzaba a pasos agigantados; el general Franco buscaba la victoria sometiendo a un país y fusilando a muchos inocentes. Los grupos oligárquicos, formados por industriales y terratenientes, tenían el apoyo de la Iglesia y los falangistas, y cuando tenían que hacer desaparecer a algún enemigo buscaban el más mínimo motivo para ponerles en el paredón de fusilamiento. El cura, aunque se le daba un trato distinguido, no era santo de la devoción de aquella “gentuza”, como él les denominaba, por las molestias que constantemente les causaba. Y esta vez se presentaba una nueva ocasión para contender con los milicianos que estarían a las órdenes de algún cacique adinerado. Los falangistas, amodorrados de sueño, no se apercibieron de su presencia hasta que estuvo ante ellos; sorprendidos por la aparición intempestiva del cura, descolgaron sus fusiles encañonando al hombre que les miraba con una burlona sonrisa en sus labios.
- ¡Quieto ahí o le mato…! - dijo uno de ellos.
-¡No tienes huevos, mocoso!- respondió el cura ante el desconcierto de los tres sorprendidos.
El que había hablado, le llamó mocoso, no tenía más de diecisiete años; un incipiente mechón de pelo rubio salía de debajo de la gorra. Su cara no daba señales evidentes de una posible barba, y su cuerpo, al igual que su rostro, era huesudo y fibroso. El soldado se engalló, siendo reducido por uno de sus compañeros, al oír el apelativo desafiante con el que le había contestado el cura. Amenazó con el fusil sin atender a las razones que intentaban inculcarles sus camaradas.
Don Severo, el cura, aunque jamás salió de su boca, pensaba en republicano. No sentía simpatía por los que se autodenominaban nacionales, y estaba al corriente, a través de la radio, de los pormenores que diariamente acontecían en el país. El era natural de Sepúlveda, Segovia, y se le notaba en su forma de expresarse. Pero hacía tantos años que llegó al pueblo que se sentía un ubriqueño más. Había compartido las alegrías y las penas de sus feligreses, colaborando en todas por igual. Era querido y respetado en el pueblo donde, como cualquier ciudadano, también tenía sus detractores. Había quien le odiaba con encono, aun habiendo dado motivos para que don Severo, que era muy directo el hombre, le dejara con tres palmos de narices ante todos los congregados.
Serafín “ Bocanegra”, al que daban este sobrenombre por la negra perilla que orlaba su boca, no solía ir nunca, o casi nunca, a misa; sólo acudía a la casa de Dios cuando era preciso quedar bien con sus amigos y correligionarios. Una boda, un bautizo, o, cómo no, el día de la Virgen como llamaban los parroquianos a la festividad de la Virgen de los Remedios, patrona del pueblo. Ese día, “Bocanegra”, exhibía sus mejores galas, presumiendo de sus posibles con orgullo desmesurado. En la misa, oficiada por don Severo, todos comulgaban en honor a su Patrona. El presuntuoso egocéntrico se arrodilló para recibir el Cuerpo de Cristo. El cura pasó a su lado, ignorándolo, dando la comunión a los demás cofrades. A su vuelta al Altar vio a “Bocanegra” aún arrodillado esperando su turno. Don Severo dedicó una mirada agria al impaciente ricachón.
-Si no has confesado tus pecados… ¿Por qué quieres comulgar…?- espetó.
Lo sucedido fue comentado durante mucho tiempo en el pueblo. Serafín no le perdonó jamás al cura su proceder, dejándole mal en presencia de sus amigos y, sabiéndose el hazmerreír, juró y perjuró su venganza.
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