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lunes, 9 de noviembre de 2015

PÈTALOS DE SANGRE. ( Capìtulo V )






   Capìtulo V


Se oía una voz; la puerta sonó decrépita y quejumbrosa al cerrarse. Una mujer cantaba. Un silencio fúnebre se hizo patente cuando entró el cura. La presa esperaba su destino, diseñado, tal vez, por otras personas; era evidente que ella sabía lo que le esperaba. Pero guardó silencio ante la presencia, inesperada, del cura. Éste caminaba despacio, adentrándose con el farol en la mano, hacia la silueta que se recortaba en la tenue oscuridad de la bóveda eclesiástica. El exiguo resplandor de una mariposa alumbraba el Altar. Alguien, posiblemente Salvador, el sacristán, la encendió aquella tarde. La iglesia, pequeña y coqueta, estaba situada junto a las agreste y grises rocas que protegían la parte este de la población. Según los más viejos databa de 1817.

 Una figura, esbelta y sugerente, se acercaba hacia el sacerdote. Don Severo vio que, efectivamente, se trataba de una mujer. Al llegar junto a él, brazos en jarras, tomó una actitud despectiva y prepotente. Un fortísimo olor a aguardiente salió de su boca. El cura reconoció a aquella hembra, posiblemente Salvador también, que los domingos pasaba por la parroquia. Rezaba arrodillada sus oraciones, y dejaba un real en el cepillo. ¿Pero, en realidad, quién era? No conocía su nombre, ni sabía si vivía en el pueblo. Levantó el farol y pudo contemplar su bello rostro. “Como el de una Virgen”, pensó don Severo; una hermosa trenza adornaba su cabeza. La contempló desde su desgastada altura, ella le miraba desde su prepotente grandeza, con ojillos escudriñadores.
 -¿A qué ha venido padre…?- Preguntó la mujer con marcada lengua de trapo. 
El cura captó la intencionalidad de la interrogación.
 -¿Cree usted que debo consentir presos en mi Iglesia?- Devolvió el interrogante.
  Evidentemente el no podía hacer nada por salvar su vida, pero trataría de ponerla en paz con Dios.
- Yo sé lo que me espera…¿Qué más da que me encierren aquí o en otro lugar?- La mujer hablaba con tono despectivo, como si nada le importara, con plena seguridad de convicción que hizo estremecer al cura.
 El ambiente estaba impregnado de un fuerte olor a alcohol.
 - ¿Quién eres mi niña…?- Dijo el hombre de Dios queriendo apaciguar el agresivo semblante de la mujer.
 -Mi nombre es Dolores Flores Heredia, gitana como dicen mis apellidos; vine a Ubrique a ganarme la vida…Sí, padre, a ganarme la vida. A buscar cuatro reales para mantener a mi niña. Pero los fascistas me acusan de algo incierto. Esta es la venganza, indirecta por cierto, de la codicia y la envidia…- Concluyó.
 -No hables así, mujer, estás en la casa de Dios.- Recriminó el cura seriamente.
 -¿Y qué cree, que no lo sé? Aquí es donde he rezado mis oraciones, porque, aunque soy una puta, tengo algo de María Magdalena…- 
La gitana cogió una botella que había en uno de los bancos y, a gollete, le dio un largísimo trago. Limpió sus labios con el dorso de la mano, respiró hondo y se sentó. Su larga falda dibujaba las dos columnas de alabastro que tenía por piernas, y su blanca camisa marcaba la exuberante protuberancia de sus senos. La gitana era una real hembra que, sin pretenderlo, había cavado su fosa al acostarse con los denominados comunistas. 
Su juventud la llevaba poco más allá de la veintena.
 -Cuando entré estabas cantando… ¡Canta, mujer, canta y desahoga tu pena. ¡- Dijo don Severo.
 -La pena no se ahoga con el cante, padre, ni con el aguardiente, ni siquiera con un hombre: sólo se cura con la muerte…- Contestó Dolores.- Pero si lo que quiere es oírme cantar, ahí va eso…-
La gitana entonó una canción con duende y sentimiento.

“La golondrina ha salido del nido
dejando en él sus poyuelos,
y el gavilán la ha aprehendido
creyéndose el amo del cielo.
Van a matar a la golondrina,
ya no le queda consuelo
 le acusan de compartir su vida
con pàjaros de altos vuelos...”


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