Me senté a su mesa
con una copa de vino,
su mirada fue indiferente
como quien mira a un cretino.
No me dí por aludido,
ni bajé los ojos a su desafío.
Una sonrisa fue mi regalo
y un guiño muy mío.
Se desconcertó por la osadía
haciendo un mohín disconforme,
pero terminó sonriendo conmigo
con una mueca de sabor deforme.
Apuró su café para marcharse
y yo retuve su mano en la mía
los segundos necesarios para sentir
la ardorosa calor que desprendía.
Se fue dejando olvidado
un pañuelo con el color de sus besos.
Lo tomé con la ternura de un enamorado
que piensa en algo más que eso...
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