Lo llevo atado a mi cuello
sin una amistad que nos una.
Me lo pusieron en la cuna
con su razón y misterio.
Nadie me obligó a llevarlo,
ni a conversar con él en su momento
para decirle que mi lamento
es difícil de acallarlo.
Me enseñaron a agradecer
el pan que como cada día
y a perdonar con alegría
a quien me haya podido ofender.
A demostrar el amor y la ayuda
a cada uno de mis semejantes
y tratar de seguir adelante
con mi cara lavada y desnuda.
A rezar cada día mi oración
sin un ritual preconcebido.
A recordar a aquellos que se han ido
para que siempre estén en mi corazón.
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